Por Recibimos y publicamos
5 Dic 2019
artime

Es dos de diciembre, fue el cumpleaños del rey Luis, y la cuenta me da ochenta y uno.

Noticias de todas partes rellenan la computadora; que si Messi tal cosa, que si Ronaldo otra, que hasta los árbitros paran. Casi sin espacio para que la mente haga su más preciada labor: pensar. Me aburro y voy a la cocina decidido a opacar la desidia con la heladera. Cuando voy a abrir la puerta, me doy cuenta: está ahí, inmóvil, estampado contra el metal como si le hiciera de vestido. Algunos le dicen almanaque; otros, calendario, y él como si tal cosa. Total, su función es atraparnos en el tiempo y hacernos creer que crecemos o envejecemos. Para mí, habla, cuenta, nos inquieta, nos asusta. Tiene la habilidad de estar al día: hoy es tres, mañana cuatro, y hasta se da el lujo de usar el rojo para ciertas fechas que nos dicen hay que recordar.

Yo lo miro, le busco la vuelta, quiero que se equivoque. Detesto esos cuatro números que empiezan con un dos y terminan en diecinueve. Antes me gustaba más, cuando empezaba en uno seguido de nueve, siete, y algún otro, hasta el cero mire. Es que me agarré del presente. Si, como lo oye; del eterno presente, que vive, disfruta y llora quien sabe dónde, quizás en el corazón. No hay pasado, no hay futuro, son inventos maquiavélicos que nos confirman que nos cambió el cuerpo y el carácter, cuando en realidad somos los mismos chiquilines pero con canas, calvos, con dolores que no teníamos, con sueños conseguidos y otros por llegar.

Mi hoy está de fiesta porque juega Nacional. No es un partido más, es por la Libertadores y o, Palmeiras. Venimos muy bien, gracias a Don Miguel que apostó con pasión a sus tres colores. Es cierto que él no patea ni cabecea, pero está en la cancha. Está en las manos de Manga, en las queridísimas arrugas del Peta, en los cañonazos de Juan Martín, en la locura de Cubilla, en los desbordes del Cascarilla. Don Miguel mira y ve, sueña y concreta, no acomoda el cuerpo a la masa, sobresale, revoluciona.

Transformó peones en reinas, y acordó en un pacto único, con sí mismo, que tendría un Rey.

El monarca vino y nos dio paz. No necesita pelear, no alardea de su jerarquía, solo se dedica a enronquecer gargantas. Sabe todas las palabras pero usa siempre, donde esté, la misma, la que acaricia el alma, la que enarca los labios para que la sonrisa se instale, la que provoca el hermoso llanto de la emoción. Claro que la palabra es “gol” y él la comparte como si fuera el pan necesario para mitigar el hambre. Lo grita y abre los brazos porque es de él y de nosotros.

Se acerca para obsequiárnoslo, para que podamos bajar la euforia de la tribuna al pasto.

Cuántas veces, centenas. Algunos más lindos, algunos más importantes, pero continuamente con la boca llena de dicha y la ceremonia de la corrida buscándonos.

No sé en qué minuto, no importa el reloj. Llegó la pelota al área poblada de trajes verdes, cuando mi hoy, mi minuto lo ve arquearse hacia atrás y cabecearla con el destino marcado. No sé si fue el primero, el segundo, el tercero; lo que trasciende es que sigue ahí, inmutable sin agujas que lo corran en el tiempo, sin iguales, sin trampas y por encima de todas las medias verdades que consumimos.

Vuelvo a mirar la heladera y su vestid: es dos de diciembre, es el cumpleaños del rey Luis, y la cuenta me da ochenta y uno. No le creo; mi Rey, nuestro Rey es el muchacho de siempre.

Nobleza obliga, feliz cumpleaños, Luis Artime.

Atilio Parrillo




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